Dossier: En busca del Wët Wët Finzenxi

Los indígenas nasa consideran que el equilibrio de la mente depende de su obediencia a la ley de origen y de su relación con lo espiritual, con los seres de su entorno y con el territorio mismo, pero esa armonía se encuentra amenazada por cuenta del conflicto armado y de la pérdida del respeto por lo ancestral.

POR José Navia Lame

Abril 24 2023
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–Llegamos! –grita Arduin Fernández, al tiempo que disminuye la velocidad de la moto, luego de coronar la última cuesta de la carretera sin pavimentar que finaliza en un estrecho cañón del resguardo indígena de San Francisco, en Toribío, Cauca, en el flanco occidental de la cordillera Central.

Mientras avanzamos sobre la vía de tierra reseca aparecen, enfrente, un quiosco circular, techado en teja de barro, una casa de dos pisos de fachada blanca y otras dos construcciones menores, alrededor de las cuales corretea una veintena de niños, vigilados por tres mujeres de aspecto indígena que les hablan en un idioma desconocido. 

Una niña de unos 12 años corre a recibirnos desde un barranco. Es de piel canela y viste un capisayo de lana de oveja y un sombrero de palma. Tiene las mejillas encendidas por el sol del mediodía, que cae pleno sobre la hondonada. 

–Ewchxa, mawkue phe’t –saluda la niña. 

–Mauwcxa, ewchxa phe´taw –responde Arduin Fernández.

El joven líder indígena no habla nasa yuwe, el idioma del pueblo nasa, solo conoce los saludos básicos, como estos, que se asimilan a: “buenos días, ¿cómo ha estado?”, “buenos días, estoy bien”. En la edificación del fondo hacen fila los niños que faltan por recibir el almuerzo, un plato hondo de sancocho con una porción generosa de carne y otro recipiente plástico con arroz y fríjoles, que aún humean en una paila, sobre el rescoldo del fogón.

Este lugar se llama Wasak Kwëwelsa Fxida Nees Klaa Yu’ (Centro de Experiencia Pedagógica Cultural El Flayó), y se constituye en una de las últimas esperanzas de las organizaciones indígenas del norte del Cauca por mantener vivo el nasa yuwe y la ley de origen en las nuevas generaciones de indígenas. En sitios como este se define la existencia futura de los nasa como pueblo con cosmogonía propia y milenaria, la cual se encuentra en peligro por múltiples razones, entre ellas el distanciamiento de jóvenes y niños hacia su idioma y su cultura, los conflictos familiares, el consumo de alcohol y sustancias psicoactivas, la falta de ritualidad, la desobediencia a los consejos de los sabedores ancestrales o thê’ walas y la presencia de grupos armados. 

Los nasa consideran que estos factores causan desarmonía entre los comuneros y los inducen “a tener pensamientos oscuros que no permiten encontrar salida a las dificultades”, según reza la política pública de salud mental del Municipio de Toribío. A esas desarmonías los indígenas las llaman pta’z (sucio). Según el mismo documento, el concepto de salud mental no existe como tal entre los nasa, quienes, en cambio, lo entienden “desde la lengua materna como el wët finzenxi, el cual hace referencia al ‘atardecer bien’ ”. El wët wët finzenxi enfatiza en el equilibrio de la mente y su conexión con lo espiritual y con los otros seres de su entorno (personas, plantas y animales). Además, el wët wët finzenxi exige que el territorio esté libre de situaciones que alteren su armonía, una condición bastante escasa en estas montañas azotadas por guerras y otros conflictos desde que sus habitantes tienen memoria, y que, en los últimos cinco años, ha tenido otras manifestaciones, también importantes, en las amenazas y asesinatos cometidos por la columna Dagoberto Ramos, de las disidencias de las Farc, y, quizá, en la más letal: las plantaciones de marihuana creepy, una especie de caballo de Troya para el pueblo nasa, cuyas consecuencias comienzan a ser devastadoras para el wët wët finzenxi.  

 

 

Recuerdos de una masacre

 

Desde que vine por primera vez como reportero a estas montañas, hace más de treinta y cinco años, he sido testigo de cómo las situaciones traumáticas han evolucionado y se han multiplicado, y de cómo los toribianos, al resistir y permanecer en el territorio, se adaptaron al conflicto armado. Lo integraron a su cotidianidad hasta convertir los disparos, las amenazas, la presencia armada e, incluso, los homicidios, en algo normal. Pero en los últimos años esto se ha profundizado hasta el punto de que expresiones como “la fiesta en tal vereda estuvo tan buena que hasta muerto hubo” forman parte de conversaciones cotidianas. 

Para llegar hasta El Flayó, desde Santander de Quilichao, la segunda ciudad del Cauca y la más importante del norte del departamento, viajé, durante hora y media, en un bus que me dejó en el parque principal de Toribío, un municipio de unos 37 mil habitantes. El 98 % de ellos son indígenas nasa que habitan en los resguardos de Toribío, San Francisco y Tacueyó. 

Como era día de mercado y la plaza quedaba cerca, esa mañana abundaban los vendedores de cachivaches, cuyos pregones se mezclaban con la música bailable, pero escaseaban los motociclistas que ofrecen el servicio de transporte hacia las zonas rurales. El viaje hasta el resguardo de San Francisco duró unos diez minutos por una carretera polvorienta y sin pavimentar. Luego de hacer algunas entrevistas en la sede del kueque neehwe’sx (cuerpo de gobierno), me trepé en otra moto. El conductor se desvió a las afueras del pueblo y ascendió con cierta dificultad por un camino estrecho y sinuoso, hasta llegar al centro del caserío. El Flayó ha sido una de las veredas más afectadas históricamente por el conflicto armado. Sus habitantes cuentan que hace más de diez años las antiguas Farc tuvieron un campamento en medio de las huertas de los indígenas y que, además, construyeron un campo de entrenamiento para los reclutas. Eran días de miedo, sobre todo durante las noches. 

Aquí, la memoria de algunos habitantes también sigue marcada por la llamada “masacre de Tacueyó”, ocurrida en 1986, cuando una purga interna dentro de la columna Ricardo Franco dejó un reguero de 164 cadáveres en diferentes puntos de la cordillera, entre ellos la parte más alta y montañosa de El Flayó. Jairo Coicué, un curtido líder, cuenta que los nasa tuvieron que ir a echarles tierra a los cadáveres porque estos se hallaban casi insepultos o cubiertos apenas con hojarasca. Durante mucho tiempo, los habitantes de El Flayó creyeron convivir con el alma en pena de los difuntos. Los que subían a trabajar o tenían tierras en esa zona contaban que escuchaban gritos, sollozos y voces pidiendo auxilio. Hasta que un día trajeron al padre Ezio Roattino, párroco de Toribío, para que celebrara una misa y declarara el lugar camposanto. Unas doscientas personas caminaron durante más de dos horas, montaña arriba. Allá rezaron por el “eterno descanso de las ánimas benditas”, para “que Dios las saque de penas y las lleve a descansar”, mientras el sacerdote rociaba agua bendita sobre los lugares que los indígenas le iban señalando. Esa fue la única manera de que los habitantes de El Flayó se pudieran sacar de la cabeza los gritos y lamentos, aunque algunos, dice Coicué, aún los escuchan cuando suben a buscar leña. 

A Coicué y a su familia la guerra los tocó de cerca y lo único que les permitió recuperar en parte la armonía de la mente y el espíritu fueron los rituales de los thê’ walas, “los médicos tradicionales de los nasa, los encargados de supervisar la relación de los indígenas con el mundo sobrenatural, y a los cuales acuden en situaciones de enfermedad o pidiendo orientación respecto a las cosechas y a decisiones difíciles que deben tomar los cabildos”, dice Aimer Alberto Marín, indígena de Toribío e investigador de la Universidad del Valle. El hermano de Jairo, Daniel Coicué, un aguerrido kiwe thegna (guardia indígena), fue asesinado en 2014, junto con otro guardia. Los victimarios fueron otros seis indígenas de San Francisco que habían sido reclutados por las Farc. Esa situación, aún frecuente, de indígenas en guerra contra sus hermanos, también ha llenado de odios el territorio y afectado la salud mental de sus habitantes. 

–Uno se acostumbra a convivir con la violencia del territorio –dice Coicué, pero acepta que se le “calentó la sangre” cuando supo que los asesinos de su hermano iban a salir libres gracias al Acuerdo de Paz. Sin embargo, decidieron en familia que no habría venganzas porque eso solo prolongaría la cadena de muertes.

Ese contacto con situaciones derivadas del conflicto armado es permanente en la mayoría de municipios del norte del Cauca. Las actividades de los grupos armados que causan desarmonías en el territorio son palpables en la carretera que une al corregimiento de El Palo con Toribío. Los guerrilleros de la columna Dagoberto Ramos hacen bajar, de vez en cuando, a los pasajeros de los buses en un retén que montan por los lados de El Tierrero. Averiguan su identidad y a qué se dedican. La mañana en que viajé no se veían los armados, pero sí sus carteles colgados junto a la vía, en El Credo y Rionegro. Nadie se atreve a tocarlos: “Feliz Navidad y próspero Año Nuevo les desea el Comando Coordinador de Occidente”, “No se permite el ingreso al territorio de vendedores ambulantes externos” y “Todo carro con vidrios polarizados llevarlos abajo”. También había carteles con la foto de Jhonier, un jefe de las disidencias, quien murió por el disparo de un francotirador del ejército en enero de 2022, en una vereda de Toribío. 

–Estos días ha estado tranquilo, pero a veces sí se viaja con miedo, porque en esa carretera ha habido muertos –me había dicho un habitante de Toribío al que llamé días antes para averiguar por las condiciones de seguridad de la zona. 

La presencia constante de gente armada, el tastaseo de fusiles, el ametrallamiento desde helicópteros, los disparos de tanquetas, el estruendo de explosivos, el zumbido de los cilindros bomba, los desaparecidos y muertos de la guerra, el llanto de los niños y el éxodo interno han alterado los nervios de los habitantes de Toribío desde 1983. En ese año la guerrilla irrumpió por primera vez en este municipio y destruyó el cuartel de policía. 

–¿Usted ha sentido cómo se cimbronea el suelo cuando estalla una de esas bombas? ¿Usted sabe lo que es oír cuando lanzan uno de esos cilindros bomba o un tatuco sin saber si le va a caer en el techo a uno? –me pregunta uno de los indígenas de San Francisco sobre las secuelas que los diferentes conflictos han dejado en la mente de sus habitantes. 

 

 

Tejieron una nueva vida

 

Este domingo de febrero se escucha música bailable en El Flayó. Proviene de la parte baja de la vereda, donde se juega un campeonato de fútbol 5, organizado para “que la gente se desestrese y comparta en familia y con sus vecinos, porque nos hemos vuelto muy encerrados. Antes no era así, se compartía más”, explica Arduin Fernández, una de cuyas hermanas forma parte del equipo local. A este tipo de torneos los denominan “trasnochón”, porque pueden comenzar una tarde de sábado, con decenas de equipos, y juegan en forma ininterrumpida, alentados por la algarabía de las barras, hasta tener un campeón. De hecho, esta versión duró más de veinticuatro horas y el partido final se disputó el domingo casi a la medianoche. 

Mientras se jugaba el trasnochón, me reuní con Arcelia Musicué, una veterana líder de la vereda. Nos encontramos en una especie de salón comunal, que también sirve de iglesia. En su fachada tiene una pancarta con las imágenes de tres líderes fallecidos, dos de ellos asesinados. 

–Le quería mostrar esto –dice Arcelia con una sonrisa al tiempo que señala las mochilas de colores colgadas en diagonal, de extremo a extremo del salón. 

Dice que las mochilas simbolizan el despertar de la mujer nasa de la vereda El Flayó. Y explica que fueron tejidas durante 2022, en los talleres que desarrolló en esta vereda el Programa Hilando Vidas y Esperanza de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), implementado por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), con el objetivo de mejorar el tema de salud mental en niños, niñas, jóvenes y adultos. 

–Ellos [el Programa Hilando Vidas y Esperanza] hicieron bien las cosas, no nos impusieron nada, sino que mezclaron lo que sabían con el conocimiento propio de la comunidad. Trajeron mucha lana para tejer y a los niños los pusieron a pintar –dice Arcelia. 

Cuenta que los niños se habían acostumbrado a jugar a guerrilleros y soldados en medio de las huertas y pastizales. Hacían fusiles con palos y cabuyas y entablaban combates imaginarios: “Tatatatatatatatatatata… ¡está muerto!, ¡está muerto!”. 

A los adultos –dice– la violencia los afectó de otras maneras, pues tantos años de guardar y guardar el miedo y de ver tanta guerra desembocó en violencia contra los hijos y, sobre todo, contra las mujeres, aunque “hay algunas mujeres que dan parejo. No se dejan”. A Arcelia se le aguan los ojos cuando habla de los maltratos de los que fue víctima por parte de su esposo. Hasta que ya no pudo más, y de tanto ir a mostrarle las heridas y moretones al sacerdote que los había casado, este reprendió al marido. Pero al escucharlo decir siempre “es que se me fue la mano, padre”, el mismo cura les aconsejó que se separaran. 

Arcelia no le contó a nadie de los maltratos. Ni siquiera a su familia. Ese recuerdo le envenenó la vida por años. Dice que vivía triste, sin ánimos, hasta que logró desahogarse en los talleres psicosociales de Hilando Vidas y Esperanza y se encontró con la sorpresa de que algunas vecinas vivían una situación similar. Arcelia vuelve a señalar las mochilas, ahora sonríe y explica que el valor de estas radica en que las tejieron como si estuvieran tejiendo una nueva vida. Además, esas actividades les permitieron recuperar el saludo y la amistad de otras mujeres, que se había perdido a veces sin saber por qué. 

–Después de eso no nos dejamos maltratar ni permitimos que maltraten a nadie. Ya no nos quedamos calladas –dice. 

Pero en estos tiempos se cierne otra amenaza sobre el wët wët finzenxi de los toribianos. A Arcelia, y a las demás personas entrevistadas, les preocupan las consecuencias que están dejando los cultivos ilícitos en las familias, en la comunidad y, sobre todo, en la mente de buena parte de los jóvenes. Por esa razón, los neehwe’sx de los tres resguardos, junto con los kiwe Thegnas (guardias indígenas), realizan, cada tanto, recorridos casa por casa, en las sesenta y seis veredas del municipio, y escuchan las inquietudes y las propuestas de los comuneros para hallar caminos que les permitan vivir, al menos, con cierta armonía. Algunas de las estrategias para lograrlo están relacionadas con la organización de torneos deportivos y de grupos de vecinos que madrugan a hacer deporte, además del fortalecimiento de actividades como el Encuentro Cultural Álvaro Ulcué Chocué (que lleva trece versiones), el diseño y pintada de murales con temas cosmogónicos y de memoria y la celebración de rituales como el de las semillas (Saakhelu) o el homenaje a los muertos (Cxapuç). 

Durante las tres horas que visité, el día de mi llegada, la sede del gobierno ancestral del resguardo de San Francisco logré hablar con la neehwe’sx María Alba Mestizo, una líder muy respetada por la comunidad. Tiene un aspecto místico. Habla pausado y en voz baja. Estaba reticente a conceder la entrevista. Me miraba con desconfianza. “Viene mucha gente, periodistas, antropólogos, hacen preguntas, se llevan las palabras que les decimos y después no sabemos qué hacen con ellas, si las utilizan bien o las utilizan mal”. Al cabo de unos diez minutos accedió a hablar. Estaba preocupada. Dijo que en el territorio hay desarmonías que alteran el pensamiento de los comuneros, sobre todo de los jóvenes. Aunque la neehwe’sx María Alba domina el concepto de salud mental, porque participó en las mesas de trabajo del municipio para elaborar la política pública de ese tema, prefiere hablar del wët wët finzenxi. 

En la cosmogonía nasa, el territorio es un ser vivo que también se enferma, y al hacerlo causa desequilibrios en el pensamiento de quienes lo habitan. Los thê› walas les han advertido a los comuneros que la tierra está enferma porque la sembraron con plantas que no son propias y “porque la usan y la usan y no recibe nada a cambio”. Y, además, porque los nasa han desobedecido otra ley de origen al crear una economía que tampoco les pertenece y los aleja de las enseñanzas de sus ancestros. Los efectos de esa economía son visibles en las camionetas 4 x4 y en el auge comercial que se observa en las escasas calles de Toribío. Este municipio, junto con Caloto y Corinto, conforman el llamado “triángulo de la marihuana”, donde se produce cerca del 50 % del mercado nacional de esa planta. Los sembrados de la creepy son más visibles en la noche, cuando miles de parches de luz blanca resplandecen sobre las laderas de los cañones, como diminutas ciudadelas, hasta donde la vista alcanza. Los cultivadores mantienen iluminadas las plantas día y noche para acelerar el tiempo de cosecha.

La neehwe’sx María Alba enfatiza en las consecuencias de la tecnología. Dice que los teléfonos móviles atrapan, sobre todo a los jóvenes, y no los deja pensar. 

–La tecnología va desplazando nuestro conocimiento de origen –dice. Y explica que las familias se han alejado del fogón alrededor del cual se reunían –a veces hasta la madrugada– a reflexionar sobre sus problemas y a trasmitir sus conocimientos. También han descuidado el tul, o huerta, que garantizaba la seguridad alimentaria de la familia. “Ahora prefieren comprar el plátano”. Por ese camino, dice la neehwe’sx, el pueblo nasa podría terminar convertido en una comunidad campesina despojada de su cosmogonía, de su espiritualidad y de su idioma. Incluso de su estabilidad emocional. Aunque los nasa son muy reservados sobre su intimidad, el Análisis de la Situación de Salud 2022 del municipio permitió observar que la proliferación y cercanía de las siembras de marihuana también está generando adicción: en el periodo 2009–2016, las consultas de adolescentes indígenas por trastornos mentales y del comportamiento debido al uso de sustancias psicoactivas no superaban el 5 %, pero en el periodo 2017–2021 esa participación aumentó cada año hasta alcanzar “una cifra dramática de 99,20 %”. Solo entre los años 2020 y 2021 aumentó un 59,20 %. 

 

 

El nieto de la laguna

 

Al menos tres neehwe’sx de los resguardos de Toribío y San Francisco, y otros líderes nasa entrevistados en octubre de 2021 y febrero de 2023, coinciden en que existe una crisis de identidad en las nuevas generaciones de nasa, motivada, en buena parte, por el dinero y el tipo de consumo que generan los cultivos ilícitos, pero también por el desarraigo que vienen heredando durante muchas generaciones debido a la imposición de una cultura, educación, economía y religión ajenas a las que practicaban los pueblos originarios de estas montañas antes de la llegada de los conquistadores españoles. Durante la Colonia y en siglos posteriores, los obligaron a aceptar a otro dios, los bautizaron con los nombres y apellidos de los vencedores, y les prohibieron hablar nasa yuwe, vestir como indígenas y asistir a los rituales de los thê› wala. 

–Los hicieron sentir vergüenza de ser nasa –me explicaba alguna vez Ezequiel Vitonás, maestro en sabiduría ancestral de la Unesco y líder emblemático de Toribío. 

Debido a eso se fue perdiendo el idioma y algunas costumbres. En palabras de la neehwe’sx Alba María Mestizo, se afectó el cxhacxhacx ujúnxi, un concepto, me explica, que tiene que ver con la autoestima. Es decir, con el orgullo de sentirse nasa y de comportarse como tal, un pensamiento que impulsó a principios de los años ochenta el sacerdote indígena Álvaro Ulcué Chocué, párroco de Toribío, y que dio origen al renacimiento de la organización indígena en ese municipio. “No les dé pena ser indígenas”, predicaba el sacerdote en sus homilías. 

Ahora, sin embargo, el cxhacxhacx ujúnxi, dicen los mayores, está siendo arrasado por nuevas costumbres: motos y celulares de alta gama, camisetas y cortes de pelo tomados de la Champions League. “Ya no usan ni siquiera la mochila”, se queja la neehwe’sx María Alba. El desarraigo del nasa actual, además, empieza con los nombres extranjeros que los padres prefieren para sus hijos. Visité un salón de clases de El Flayó, de unos quince niños de cinco y seis años, y hallé nombres como Kimberly, Neymar, Wilmer, Yurely, Melany y Luigi. Solo un niño tenía nombre indígena, bello y sonoro: Ikzun, que en nasa yuwe significa “nieto de la laguna”. 

El sacerdote italiano Antonio Bonanomi, quien fue párroco de Toribío durante más de veinte años, lanzó una advertencia poco antes de regresar, enfermo, a su Italia natal, donde falleció en 2018. Según el religioso, para sobrevivir como etnia, los nasa debían lograr un equilibrio entre la modernidad y la tradición, lo cual solo es posible si el cxhacxhacx ujúnxi (el orgullo de ser nasa) es poderoso. Iniciativas como los Festivales PreÁlvaro, creados en honor a Álvaro Ulcué, apoyados por el Programa Hilando Vidas y Esperanza de usaid y oim, y celebrados por comunidades como la de El Flayó, son un ejemplo de cómo la misma población ha buscado robustecer esa resistencia cultural, si bien aún hay mucho camino por recorrer. 

Los mayores cuentan que, antiguamente, los indígenas mantenían su equilibrio mental gracias a los rituales con el thê’ wala. Pero los neehwe’sx dicen que a los jóvenes no les gusta asistir a estas ceremonias, y si lo hacen, es de manera forzada. En otros tiempos, cuando un nasa se sentía aburrido, sin ganas de vivir ni de trabajar y causaba desarmonías en la comunidad, los mayores analizaban el caso, y si su veredicto era que la persona dxkthe bucxkue ecume jipnas (“está un poco mal de la cabeza”), lo llevaban al thê’ wala, quien lo sometía al pulseo, a la limpia y a otras prácticas en un río o en una laguna, de donde, generalmente, salía curado, como quedó plasmado en el documental Yu’cejeka: el remedio, realizado en el resguardo de Tumbichucue, en el territorio ancestral nasa de Tierradentro (municipios de Paez e Inzá), donde el idioma, la ley de origen y el derecho propio tienen un mayor grado de conservación gracias a su lejanía de los centros urbanos. 

Las iniciativas sobre salud mental impulsadas por el Ministerio de Salud en Toribío, a pesar de ser esfuerzos importantes, tampoco han dado todos los resultados esperados. Los talleres dictados entre 2017 y 2018, que eran requisito para recibir la indemnización por cuenta de la Reparación Integral a Víctimas del Conflicto, tuvieron buena acogida, dice una de las asistentes, y fueron una especie de exorcismo para el dolor acumulado por décadas a raíz de la guerra; pero unos dos años después, el Ministerio convocó a nuevos talleres de atención sicosocial, con asistencia individual y voluntaria, y debió cerrarlos a los pocos meses debido a que nadie les prestó atención, dice la secretaria de Salud del municipio, Mayra Yule. 

Así las cosas, la lucha de las autoridades tradicionales, de los dirigentes indígenas y de miles de toribianos para lograr la armonía en el wët wët finzenxi está ligada al trabajo que realicen los kueque neehwe’sx con las familias y la comunidad, a la implementación de la recién elaborada Política Pública de Salud Mental, a los proyectos productivos, de educación, sociales y económicos que apoya el Plan de Vida de los resguardos, a iniciativas como Hilando Vidas y Esperanza, y a los esfuerzos que realizan cientos de jóvenes líderes que se han mantenido ajenos a los cultivos ilícitos, que se reconocen como indígenas nasa, pero que viven en permanente tensión por las desarmonías que afectan a diario estas montañas. 

Buena parte de las esperanzas para lograrlo están puestas en las escuelas donde se enseña nasa yuwe y derecho propio, como aquella que funciona en la vereda El Flayó, un espacio en el que los niños aprenden, desde los tres años, a establecer una conexión espiritual con el territorio, a cuidar y sembrar las semillas propias, los tul o huertas, y a expresar su sentir y su historia con el tejido de chumbes y mochilas. Por eso, aquel “ewchxa, mawkue phe’t” pronunciado por la niña del sombrero y el capisayo es mucho más que un saludo. Es una esperanza.

 

 

 

 

 

 

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ACERCA DEL AUTOR


(Popayán, 1959). Es cronista freelance. La mayor parte de su trabajo la ha desarrollado en zonas de conflicto, especialmente en el norte del Cauca. Trabajó en diferentes medios nacionales. Autor de El lado oscuro de las ciudades, Historias nuevas para la ropa vieja y La fuerza del ombligo. Ha sido ganador del Premio Rey de España y el Premio de Periodismo Simón Bolívar, entre otros.